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Foto del escritorKRAKATOA

Historia de México, 5to Grado

Alberto Aizenman


Memo Pérez tiene un secreto. Fue el Lunes 13 de noviembre del 2006 a las 10:30 de la mañana, en su clase de Historia de México, cuando ocurrió el primer gran descubrimiento. Mientras la maestra bochornosamente sermoneaba a la clase sobre las Leyes de Reforma, el Plan de Ayutla, y las varias hazañas de Benito Juárez, Memo Pérez distraídamente miraba una imagen en su libro de texto Historia de México, 5to Grado, 7ma edición remitido por la SEP. Era un retrato de Ignacio Comonfort: político, militar, y ex-presidente –interino– de México, nacido en Puebla, el 12 de marzo de 1812.

Ojeaba las páginas, el nombre del célebre Poblano espolvoreado en ellas. Comonfort. Comonfort. Ese apellido le llamaba mucho la atención. Tenía una connotación que en el momento Memo no supo poner en palabras, pero en los años posteriores al ruminar y revivir ese día una y otra vez, logró identificar como elegancia. Ignacio Comonfort. El retrato. Su barba gruesa y mirada cansada. Inhaló aire profundamente. Un parpadeó después, Memo Pérez estaba sentado dentro del vagón de una carroza estacionada frente a la Comisaría del pueblo de Chamacuero, Guanajuato, el Viernes 13 de noviembre de 1863, a las 10:30 de la mañana.

No le tomó mucho para deducir lo ocurrido. -¡General Comonfort! le suplicaba un soldado desconocido. -Sostengase de mí.-

–¡Vengan aquí! ¡Le dieron al general!– gritó otro.

Memo Pérez había sentido bastante dolor para un niño de once años. Dos dedos rotos –uno con un azotón de puerta, el otro jugando portero en una cascarita de fútbol con sus primos–; una fractura de tibia –patín del diablo–; un sinfín de golpes, raspones y resbaladas de origen diverso. Su abuela Carmen había fallecido cuando tenía seis años, y su cocker spaniel, Billy, a los ocho. Y tTambién a los nueve y medio le había declarado su amor a Maria Jose Robles y ella le respondió con un «no» y una cachetada. Pero nada de eso era comparable al dolor que las tres balas de calibre .22 que tenía incrustadas en el pecho y en el estómago le causaban. Un furor lacerante subía de su tórax a sus ojos, cegándolo. Sangre. Un infierno corporal. No podía hacer nada más que gemir sílabas disparatadas. Los oficiales de la Comisaría y el escuadrón de soldados lo llevaron dentro de un cuarto frío y esteril, donde los doctores del pueblo le dieron unos tragos de Aguardiente y Jerez, y trataron de parar el sangrado. Tres horas después, las cuales pasó en delirio y zozobra, Memo Pérez/Ignacio Comonfort falleció.

En la clase de Historia de México, el Lunes 13 de noviembre de 2006, a las 10:30 de la mañana, Memo Pérez exhaló. De alguna manera, todas esas horas de agonía en el desierto Gguanajuatense habían transcurrido en dos milésimas de segundo. Estuvo en un estado de shock y asombro por las siguientes dos semanas. Decidió no contarle lo que le había pasado a nadie. Él sabía que lo tomarían o como loco, o como mentiroso. Fue hasta un jueves a principios de diciembre cuando lo volvió a hacer. Con tan solo pensarlo, fue transportado al cuerpo de Billy, el cocker, una tarde de mediados de marzo, 2002. Este era un momento que Memo recordaba con mucho cariño. Trotaba por un jardín grisáceo. El calor del atardecer le zumbaba plácidamente en la cara. De un galopeo al otro, estaba de regreso.

Pronto descubrió que podía ser cualquier ente en cualquier momento con tan solo pensarlo. Y en cualquier momento podía regresar a sí mismo, a lo que acabo llamando su “primera vida”, con la misma facilidad. Descubrió, a través de cientos de experimentos en destrucción corporal, que siempre regresaría a ser Memo Pérez, sano y salvo. Ni un solo tick del reloj.



Ha sido Bonaparte, Wellington, Federer y Nadal. Ha compartido tragos con presidentes en jets privados y recorrido desiertos enteros en vagones de tren abarrotados. Ha sido Aníbal cruzando los Alpes, Caradoc en Camelot y Madonna en el Madison Square Garden. Ha sido liebre, Sor Juana y Cristo en la cruz. Ha salvado miles de vidas, y causado miles de muertes. Ha visto cada cima y nadir, probado cada sabor, olido cada olor. Ha vivido vidas enteras de principio a fin. Una y otra vez.

A veces se pregunta: «¿He hecho lo correcto?» Hay mucho de lo cual se apena y se arrepiente: eso no lo puede negar. Cosas que a veces lo mantienen despierto hasta la profundidad de la madrugada. Pero la pregunta más bien acabó siendo: «¿Hubiera cualquier otro hecho algo diferente?» Después de vida tras vida tras vida, la separación entre el singular y el plural, el yo y los otros, se difumina más y más.

¿Es Memo Pérez o Comonfort/Einstein//Paul Newman/Sor Juana/ Earhart/ Napoleon/Cesar/Augusto/Arnold/Aristoteles/Madonna/Maradona/Wellington/Nadal/Billy/Paco/Juan/Washington/la abuela Carmen/Maria Jose Robles y los otros cientos de miles de seres que ha habitado? Sin embargo, siempre se encuentra de regreso en esa clase de Historia de México, el Lunes 13 de noviembre de 2006, a las 10:30 de la mañana. A veces titubea, considera ir unos minutos más en el pasado y tratar de cambiar el curso de sucesos que resultó en ese primer gran descubrimiento. Pero de alguna manera, sabe que su destino será el mismo de todos modos.

Lo que tiene que hacer es claro. El problema es hacerlo. Porque por más que su don roe de su serenidad como una rata voraz, Memo Pérez no lo cambiaría por nada. Pero llega un tiempo para todo. Todos los caminos no llevan a Roma. El peso del pretérito ocurrido y reocurrido se colapsa en sí. El salón 303 de la clase de quinto de primaria se encontraba en el tercer piso, en el rincón de un edificio de concreto construido en los años setenta. Se asomó por la ventana, que daba al patio escolar, una superficie de 30m por 30m de asfalto liso. Memo Pérez calculó. Un aterrizaje supino solo le haría polvo las piernas, pero cualquier impacto a su cráneo probablemente bastaría. La maestra, distraída revisando sus notas sobre Maximiliano y Carlota, no logró ver a tiempo al niño de once años abrir la ventana y treparse sobre el librero. Un vistazo hacia abajo le provocó un terror casi paralizante. Por lo menos seguía siendo capaz de sentir esas cosas, pensó. También pensó en su hermana, en Waterloo. En el olor de la nieve en la cima del Aconcagua. En el fin, el principio, en Billy el cocker. Al borde de la cornisa, sostenido fuertemente de su libro de texto, inhalo profundamente, y brincó.

Y en la clase de Historia de México el Lunes 13 de noviembre de 2006, a las 10:30 de la mañana, Memo Pérez exhaló.


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