La suavidad y calidez de la toalla
me acarician las piernas,
ligeramente presionadas por ella.
La luz se refleja sobre el esmalte
blanco y liso de mis uñas.
Letargo y mareo se combinan.
Las olas envolviéndose y desplegándose
rítmicamente para la mirada,
y también para el oído.
De nuevo contrastes
y contornos
captan la atención.
El tejido claroscuro del paisaje
envuelve.
La profundidad del espacio
marcada por el punto
donde el mar y el cielo se encuentran.
Extiendo las piernas
sobre el blanco y el azul de la toalla,
curvadas, surgen de los hilos, también blancos
de los shorts,
que se agitan suavemente sobre mi cadera.
En diagonal desde la derecha,
recibo tenues golpecitos del viento
sobre los brazos desnudos.
Un papalote se pasea al costado de un edificio.
De pronto se unen sus contornos,
se volverían indistinguibles
si no fuera por el hilo rojo que vuela al lado,
como fiel acompañante.
Cuánta frustración por no poder captar
cada detalle en las palabras.
La arena, igual que el mar, tiene olas
desniveles, contrastes.
Pero su movimiento es pasivo
como si estuviera a la espera de algo.
Las nubes hoy no bailan.
Permanecen inmóviles, planas,
casi rectas.
Los audífonos
ahora cubren con música
aquello que percibo.
Los músculos de mi cara se tensan.
Unos granitos de arena cosquillean los dedos de los pies.
Cuando las olas se retiran
dejan destellos de su espuma
en la superficie del suelo.
Nostalgia anticipada de este momento.
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