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Foto del escritorKRAKATOA

La ironía del retrógrada

Diego Francisco Calderón

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Parece ser que el tiempo tiene la misma consistencia que la plastilina y el barro, pues tiene la posibilidad de ser moldeado de las más distintas formas. Tristemente, la creatividad se nos ha escapado de las neuronas como a un fumador se le escapa el aliento de los pulmones y en todo este tiempo tan solo hemos podido ingeniarnos dos figuras: un círculo en los tiempos de antigüedad y, actualmente, una flecha recta que se dirige a la derecha. Ahora bien, esta gris pereza artística se ve compensada por el ingenio de la más brillante -o terrible- de las astucias, ya que contra todo pronóstico y sentido común… ¡Logró moralizar al tiempo!

En efecto, como bien sostiene Ernest Geller: «La consecuencia de una creencia en el progreso -esta suerte de salvación intramundana- es que el tiempo deja de ser moralmente neutro¹» (Geller, 1965, p.3). ¿Y acaso esto no es así? ¿Acaso no se juzga al pasado como a un criminal, mientras que al futuro se le alaba como si fuese el templo de nuestros deseos? Basta con ver las representaciones que hacen de la prehistoria, en donde se retrata a los cavernícolas como estúpidos con falta de coordinación motriz para saber del juicio moral que se le aplica al pasado. Inversamente, solo se necesita ver la mirada de orgullo a todo aquel cuyos dispositivos tecnológicos son de punta, para entender que se percibe a sí misme como un santo que viene a traer la tan esperada palabra del porvenir.

Ante la moralización del tiempo ya descrita, se desprenden dos actitudes distintas, a decir, aquellos que afirman el carácter moral del progreso y aquellos que lo denuncian. Los primeros, como bien se ha establecido, se identifican con el mañana y se avergüenzan e irritan por los ayeres, de tal manera que crearon el más curioso de los insultos: retrógrada. Le digo el más curioso de los insultos porque a diferencia de tantos otros, la base de este no es social, sino metafísica. Lo que se reprocha en el retrógrada es su tiempo, el gran misterio que ha dejado a tantas filósofas y físicas en insomnio y angustia.

Por otra parte, los últimos, aquellos que denuncian al progreso, la mayoría de las veces lo hacen por una preocupación de índole política. Esto debido a que consideran que la idea de progreso es responsable de diversos problemas que asaltan nuestra contemporaneidad, tales como el cambio climático, el antropocentrismo y la eugenesia. Así, como solución a estas problemáticas, muchos proponen reconceptualizar al tiempo, de tal manera que deje de ser teleológico y que con ello el futuro pierda su connotación positiva.

Por el momento no me detendré a analizar la validez de estas posturas y soluciones, sino que meramente me enfocaré en un bizarro fenómeno que nace de estas dos actitudes. Y es que, increíblemente, contra toda lógica, existen personas que critican al progreso pero que siguen utilizando el término «retrógrada» como su fiel espada contra todo oponente que se les cruce. ¡Incluso -y juro que mi lengua está limpia de mentiras- he llegado a escuchar que creer en el progreso es retrógrada!

¿Qué nos puede decir esto al respecto de tales sujetos? ¿Qué puede significar esta candente contradicción? Recordemos que tal insulto solo encuentra sentido bajo la creencia en el progreso, pues de lo contrario el pasado no tendría razón alguna de ser considerado como algo negativo. Si se elimina la creencia en el progreso, el tiempo adquiere nuevamente un estatuto neutral en lo que concierne a la moral. Denunciar al progreso y mantener el insulto de retrógrada es mutuamente excluyente; no obstante, que algo sea irracional no significa que sea mudo, sino únicamente que habla en acertijos. Así pues, adoptemos un espíritu detectivesco y atrevámonos a desenmarañar el trabalenguas.

A mi parecer, este conflicto solo tiene dos posibles soluciones. La primera sería decir que estas personas carecen de pensamiento crítico y que sus esfuerzos intelectuales se reducen a repetir lo ya dicho sin detenerse a escuchar sus propias palabras. Esto implicaría que el origen de todo este problema radicaría en una carencia de autonomía intelectual que llevaría a estos sujetos a moverse ciegamente por la inercia de modas filosóficas y políticas. El pensamiento, así como la ropa, la comida y las series de televisión estaría inscrito en una dinámica de consumo rápido, dispuesto a cambiar tan pronto como la tendencia se extinga.

Ahora bien, es cierto que esta respuesta logra brindar una explicación contundente a este fenómeno; sin embargo, no llega a convencerme en lo absoluto. En especial, lo que me parece más desdeñable de esta postura es que es sumamente perezosa, pues la fuerza de su argumentación recae en la más mediocre de las excusas: suponer que las personas son tan poco inteligentes que la mera mención de un pensamiento original resulta ser cuestión de fantasía. Y si bien no descarto esa posibilidad, creo que les lectores de Krakatoa merecen una explicación menos reduccionista.

De esta manera llegamos a la segunda solución, la cual tiene como punto de partida la admisión de que tales sujetos, a pesar de su ferviente lucha contra el progreso, siguen manteniendo una visión moralizante del tiempo; sin embargo, a diferencia de la idea común que se tiene del progreso, elles ejecutan un cambio significativo, a decir, que invierten la dirección de la moral. En ese sentido, no es el futuro el que tiene un carácter positivo, sino que es el pasado el que ahora goza de tal consideración. Los mañanas traen la marca de la distopía, mientras que los ayeres cargan la nostalgia de un Edén del cual fuimos despojadas.

Esta simple inversión en la dirección del bien no es inocua, ya que tiene implicaciones directas en la creación de imaginarios utópicos y, en consecuencia, en la formulación de discursos políticos. Si la idea de bien-a-futuro generaba el anhelo de colonizar otros sistemas solares y emanciparnos del trabajo por medio de la IA; la idea de bien-a-pasado genera el anhelo de abandonar las urbes y la industrialización para retornar a un tipo de vida rural “más conectado con la naturaleza”. En un caso se idealiza el futuro y en el otro al pasado, pero en ambos se halla esencialmente lo mismo: depositar nuestros deseos fuera del presente.

Tomando en consideración estas utopías, parece un tanto evidente el sentido que adquiere la palabra «retrógrada» en aquellos críticos; pues resulta que no están verdaderamente peleados contra el progreso, sino solo con la dirección que tiene. Así, el insulto conserva su mismo talante pero queriendo expresar que la vista puesta hacia el futuro es la visión del malvado; sin embargo, aquí se oculta una ironía que ni el más osado de los silenos se atrevió a pronunciar. Y es que lo que entendemos por retrógrada, es aquel que está atascado en el pasado, o bien, que no quiere dejar al pasado ir. ¿No es esto precisamente el perfil del que invierte la moral del tiempo? De tal manera que cuando los escuchamos utilizar tal palabra como insulto, no podemos evitar preguntar si le está dando una alabanza a su contrincante, o si él mismo es el villano de su propia historia.


¹ La cita en original está en inglés. La traducción es mía.

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Bibliografía

  • Geller, E. (1965). Thought and Change. The University of Chicago Press.



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