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La caminata de los miserables

Julián Verón

La caminata de los miserables

Entre pasos y más pasos, entre avenidas grandes y calles pequeñas o grandes calles y pequeñas avenidas. Son las 7:37 de una mañana parecida a la de ayer e igual a la de mañana. De tu casa saliste a las 7:00 con la esperanza de que  nunca dieran las 8:00. Caminas del lado derecho de una avenida en donde no hay nada nuevo: observas las mismas personas, los mismos coches, los mismos edificios, el mismo cielo y el mismo tú. Son las 7:27, por Insurgentes te encuentras con la misma persona que ayer, lentes negros, ropa casual, un café en la mano derecha y su celular a la izquierda. Sabes que vas puntual, porque es en ese instante de tiempo y espacio donde siempre la encuentras. Cuando no está encapsulada en ese fragmento de vida te preguntas si vas o muy tarde o muy temprano; o, tal vez, ella vaya más tarde o más temprano de lo común. Sigues por la avenida, evitas el transporte público con la esperanza de llegar tarde, sigues tu camino y te encuentras con los mismos vendedores de café. Uno en cada esquina ofreciendo sus servicios: algunos más baratos, otros más caros; algunos más ricos, otros no tanto; algunos con variedad, otros con solo uno que ofrecer.


Miras alrededor y no eres el único en esa caminata desagradable. Te encuentras con todo tipo de personas con un solo objetivo: llegar. Pero, ¿a dónde hay que llegar? y ¿por qué hay que llegar? Son las dos preguntas que surgen y se interponen a esa hora de trayecto con su fin, un fin que te debe convencer de ser alguien, alguien entre miles o millones con la misma promesa: ser, reafirmar tu ser bajo el yugo de alguien deplorable o de algo deplorable, que es lo mismo en esta situación. Son las horas sentado, soportando gritos, amenazas y burlas, observando favoritismos e injusticias, ¿valen la pena? Sabes, en el fondo, que eres el único que se lo puede preguntar, dada tu situación. sabes que eres el único que puede escribir acerca de ella como si fuera un martirio de tu vida, vida insufrible, vida intacta, vida perfecta, vida viva. Piensas en lo miserable que son todos, pero en realidad el único miserable eres tú, el único que se cree sobre-calificado para algo eres tú, el único que se cree diferente a ellos, soy yo.


Te sientas a pensar en todo lo que sabes y todo lo que no. Mientras te preguntas acerca de lo miserable que eres, pides auxilio a los otros miserables. Pero, la respuesta no es satisfactoria, no tiene el objetivo de alentar tu alma, al contrario; te destroza, te hunde y te ahoga. La respuesta del otro es simple: no hay más que hacer. ¿No hay más que hacer? Para ellos es así y tal vez siempre sea así, de nuevo el miserable eres tú, el pensativo eres tú, y el único insatisfecho, soy yo.


Dan las 14:00 y sabes que no tienes huida a no ser que ese gran ente supuestamente superior a ti te diga: eres libre. Te dan libertad a las 14:27. Corres, buscas tus cosas entre las de los demás, que están amontonadas en almacenajes de metal. Encuentras tu bolsa de un característico color beige y corres de nuevo. Recoges tu identificación de la planta baja y huyes queriendo olvidar, nadie más corre. El miserable soy yo, el único diferente soy yo, el insatisfecho soy yo, el único con palabras soy yo. Te hundes en desesperación y piensas: ¿por qué ellos no huyen? Todo esto mientras llegas a tu hogar con la comida ya preparada, con las comodidades ya hechas y con el bienestar sin duda de la existencia. Te preguntas por el vacío de los demás con la esperanza de salvarte del propio, miras por tu ventana a tu jardín y con todo el privilegio sale de tu boca inmunda: ¿por qué a mí? Como si esto se tratase de un castigo, el miserable, seré siempre yo.


Al día siguiente repites todo y todo se repite; pero, en cambio, huyes de tu hogar con la consigna única de preguntar. Llegas más temprano de lo común, buscas tu pequeño lugar de trabajo, dejas tus cosas y empiezas a preguntar. Recuerdas ser algo extraño que se conoce como filósofo. Preguntas y preguntas sin parar y la respuesta es clara, al fin no eres el único. Sacias tu único deseo, pertenecer. Te llenas de entusiasmo: el miserable no soy yo, no solo yo. Paras la felicidad y piensas, los miserables son ellos, porque yo tengo la facilidad de no ser. Piensas y piensas mucho, pero no hayas solución, y, sin sorpresa alguna, el miserable vuelves a ser tú y lo vuelvo a ser yo.

La caminata de los miserables



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