Regina Oteiza
Durante los últimos meses, he estado utilizando una frase que se ha vuelto parte de mi vocabulario cotidiano: “I’m just a girl!”. De las frases producidas por la cultura mediática, no sólo ha sido de las más usadas, sino de las que más ha perdurado.
Desde sus inicios y hasta la actualidad, se ha mantenido como una tendencia de entretenimiento; el fenómeno comenzó cuando un fragmento de la canción Just a Girl del grupo No Doubt se viralizó en TikTok. Se repetían y repetían las palabras “I’m just a girl… ooh, I’m just a girl…”, mientras mujeres alrededor del mundo grababan experiencias distintas: romperse una uña, maquillarse, usar vestidos, llorar por un corazón roto, coleccionar peluches, el enojo, entre muchísimas otras. La fuerza de esta frase fue tal que hoy en día es un meme, y la consecuencia más notoria es el fortalecimiento de la comunidad femenina al referirse a experiencias comunes y compartidas que socialmente se consideran propias de ser mujer. Ha generado una comunidad a partir de cierta complicidad, empatía y diversión.
Para este punto, entonces, y por la influencia global que ha tenido esta tendencia, ya se trata de un fenómeno cultural. Se ha convertido en una experiencia diversa e icónica a la cual accedemos con sus cuatro palabras. Lo que ha llamado mi atención—de tal manera que he decidido escribir sobre ella—, no es sólo esta construcción de comunidad que ha posibilitado, sino el qué hay detrás de decir I’m just a girl; qué implicaciones tiene y qué estoy revelando de mí misma cuando la digo. Propongo que esta frase es utilizada en dos contextos completamente opuestos, y que por lo tanto aluden a dos estados distintos: un estado teológico-cristiano previo al pecado original, y uno que admite el mal y lo vuelve banal.
Para hablar del primer estado, hay que remitir a uno de los usos de I’m just a girl: se trata del retrato de la experiencia etérea de lo femenino desde la inocencia, el puro gozo; una vivencia paradisíaca. Tanto en TikTok como los memes posteriores que surgieron de éste, hay un lado padrísimo, mágico y delicado de la experiencia femenina a la que refiere I’m just a girl: videos y fotos sobre usar vestidos, hacer amigas, usar rosa, peinarse, y cosas similares. En resumen, contenido que exalta el lado romántico, alegre e infantil que las mujeres comparten. Pero, en particular, y el que más ha llamado mi atención, es la imposibilidad de hacer mal; ¿cómo una naturaleza de inocencia podría hacer algo fuera de sí misma?
Por tanto, este matiz de la frase remite a una condición bíblica, y no a cualquiera: se trata de la condición previa a cometer el pecado original, el estado de nuestros primeros padres cuando se hallaban entre los animales de igual naturaleza noble, antes de haber sido expulsados del paraíso.
I’m just a girl—aunque con intenciones cómicas por parte de la comunidad de internet— alude por tanto a una ausencia de la inteligencia, pues, según la analogía teológica, la inteligencia es introducida propiamente en el hombre cuando decide desobedecer la ley de Dios. La afirmación I’m just a girl se reconoce dentro de un estado de justicia original, que vive en armonía con el Bien—puesto que es inocente, incapaz de desviarse de él—. Un estado donde tampoco existe el sufrimiento; si queremos ponerlo en términos bíblicos, aquella que exclama esta frase, se reconoce como “creatura” en su estado original. San Agustín diría de este matiz de la frase que la mujer se halla en un estado de gracia, puesto que sus sentidos se hallan perfectamente subordinados a la razón universal, es decir, a Dios; o si queremos decirlo de otra forma, al Bien.
No es extraño percatarse que una consecuencia de este trasfondo sea el estereotipar la experiencia femenina, restringir su experiencia: la exaltación de la mujer romántica, de la mujer vestida de rosa, que le gustan “las cosas de niña”. Hay mucho contenido de la tendencia refiriéndose a las mujeres tontas, que no saben arreglar carros, que le piden a la pareja que haga “cosas de adulto” en el lugar de la mujer, entre otros.
El otro estado al que alude I’m just a girl, es uno que admite cualidades y experiencias femeninas opuestas: el deseo de consumir a su pareja por amor, el deseo de venganza, los celos, la rivalidad, competencia y odio. Y, particularmente, el reconocimiento de hacer mal, pero negando que se hace con tan sólo decir I’m just a girl!
Es interesante mencionar de manera breve de dónde saca su inspiración este matiz de la frase, pues nos remite a un arquetipo femenino: la fuerza de esta cara ha agarrado su poder de distintas experiencias de lo femenino, pero, la comunidad que utiliza esta frase en un sentido distinto al primero, toman su referencia de una figura femenina específica: Amy, la protagonista del libro y película Gone Girl. Es por su ingenio, sus implacables estrategias para arruinar la vida de su esposo y al final salir invicta que la comunidad mediática la ha defendido. Exclama: “es solo una chica, ¡no hizo nada malo!”
En términos bíblicos y agustinianos, se llega a este otro estado una vez cometido el pecado original: se elige deliberadamente ir en contra del Bien, una ruptura de la razón universal. Es decir, cuando la conexión con el valor trascendente del Bien se asume como violada.
Así se ha adquirido inteligencia, y, por tanto, la conciencia de que el mal existe en el mundo por voluntad propia. Aquí, I’m just a girl! se exclama cuando hubo una expulsión del paraíso, como única defensa ante los posibles castigos y recriminaciones por venir.
Este estado presupone, entonces, una actitud satánica, es una de las caras de Satanás: a través de la astucia, lleva a cabo un proceso mimético; se vela a sí mismo de inocencia, tiende su trampa maligna del engaño. “¡I'm just a girl!, ¡no hice nada malo!”. Aunque realmente, en la conciencia, entra el saber de haber hecho mal y ser reprochable pero no se hace debido a que se ha velado el mal cometido.
Ahora, lo anterior apunta a una implicación política de la frase, puesto que se trata de sus consecuencias en la vida pública. En su libro Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt introduce el concepto de la banalidad del mal; voltea a ver a los sistemas políticos y concluye que sus actores actúan muchas veces como autómatas, sin reflexionar sobre las implicaciones éticas de sus acciones. Las acciones son realizadas ante todo con fines utilitaristas, vaciadas de un contenido ético de “bien” y “mal”.
Más aún, introduce el concepto en otro sentido: como la conciencia de hacer el mal y no actuar al respecto. Por tanto, Arendt señala que el mal es banalizado. El segundo sentido de I’m just a girl es igual: se exclama como una defensa ante el Bien; soy consciente de que me alejo del bien—aunque no lo admitiré—, de que la posición que ocupo ante él es opositora, y, aún así, no hago nada al respecto, porque soy sólo una chica. Se convierte ahora en una defensa, una justificación de la naturaleza maligna, pero, al fin y al cabo, en una defensa que trivializa, que hace del mal algo banal.
En conclusión, el fenómeno icónico y contagioso, I’m just a girl, abre la semiótica de la mujer a un terreno teológico y ético; no es gratuito que se use actualmente tanto como una alusión a un estado idílico e imperturbable, como una defensa y una máscara. Esto abriría una nueva pregunta: ¿la frase se opondría al discurso feminista?, de ser así, ¿qué hacer con el hecho de que ha fortalecido la comunidad femenina a partir de experiencias compartidas? Ciertamente, deberíamos quedarnos con esta pregunta para pensarla.
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