Susana López Pozo
En su juicio por herejía, Juana de Arco, ante la pregunta de cómo podía estar segura de haber escuchado la voz de un ángel, responde: «porque tuve la voluntad de creerlo». Lo que sigue es una reflexión a partir de un diálogo entre nieta y abuelo, y una serie de pensamientos sobre juventud y vejez, sobre la importancia de sabernos como seres cambiantes, la manera de conllevarlo y sobre el creer. Por los escasos años que tengo viviendo, siendo, la experiencia de hacerse mayor (sobre todo corporalmente) es algo que se me escapa y que solo puedo imaginar y percibir externamente. Pero ya con esta percepción y mi experiencia como nieta, diría que con lo duro que aparenta ser, lo menos que podemos tratar de hacer, es acompañarnos bien en el proceso.
En su libro Melancolía, Elizabeth Duval utiliza la escena mencionada al principio de Juana de Arco para hablar de un optimismo tras la escritura, de un pensamiento que se orienta hacia el mundo, partiendo de creer que la creación y el cambio son posibles. Habla de un "optimismo tan grande que llega a parecerse a la expresión de fe de los creyentes" (2023, p.106). En mi caso, la palabra es (o fue) hablada.
Mi abuelo vive atrapado en el tiempo, en el sitio en el que se quedó desde hace al menos diez años y del cual no pudo o no quiso salir. Su único momento de alegría: las visitas de sus nietxs. Habla a sus nietas como a las niñas que fueron una vez, se pone una máscara y dice todo tipo de chistes, mientras vive la otra parte del tiempo contando los minutos, las horas, los días que le quedan. Se impacienta cuando sabe que hay algo que tiene que suceder, algún recado por hacer. El único control que parece tener es sobre el tiempo mientras ese algo no ha sucedido aún. Pero esto no son más que resquicios, formas de la memoria, de entreverse en comportamientos de la figura del padre autoritario que un día dirigió y marcó los ritmos de la casa.
Con razón nos aterra, a la mayoría, llegar a la vejez. No somos lo que solíamos ser. El cuerpo y la mente y todos sus entrelazos cambian, a peor. Mis abuelos (se) duelen todos los días, pero quiero negarme a pensar que tiene que ser únicamente así, que eso sea vivir en la vejez. Quiero pensar que el suyo es un vivir que orbita alrededor de la resignación. Pero que incluso ni ella es absoluta, aunque sea la que marca el ritmo de fondo. Mi abuela aún encuentra placer en la lectura, aunque se le cansen los ojos, aunque le duela sentarse en el sofá por las rodillas; mi abuelo se emociona al hablar del pasado o se ríe haciendo bromas.
Mi abuelo me cuenta cómo solía hacer largos caminando por el jardín, pero ya hace tiempo que no sale del umbral de la puerta de casa. Ahora le escucho exhalar con sonidos de dolor que ni él escucha cada vez que respira callado. Me cuenta también cómo después de que le diera un infarto se prometió que nunca volvería a fumar. El hombre que había fumado desde los 12. El hombre que tuvo que desistir de su cuerpo para parar, y ni eso, ya que tardó un tiempo después del suceso en dejarlo. Él, cuyo cuerpo quedó con un trauma y lo carga desde entonces, se autoconvenció de que no solo ya no le gustaba el tabaco, sino que lo odiaba y sentía repulsión incluso al olor.
¿Será, en realidad, su odio al tabaco, el odio a la vida, esa de la que él mismo se privó hace ya tiempo, cuyas consecuencias sufre cada día que sigue estando, que sigue siendo a duras penas? Le ha tocado vivir una larga vida, siendo testigo de muertes de familiares y amigxs de su generación y, estoy segura de que las piensa, cuando se acuerda, con envidia. Viniera de donde viniese, fuera mérito propio o consecuencias del cuerpo o las dos en combinación, la fuerza de su auto-convicción sobre su relación con el tabaco encendió algo en mí. Esta conversación sincera dio pie a una confesión pesada emocionalmente que llegó a una (re)convicción: le recuerdo que, pese al pobre estado de su cuerpo y a la falta de fuerza aparente, le queda la mental. Le cuento que el caminar mínimamente puede afectar su estado de ánimo positivamente, y que eso puede mejorar su humor y en consecuencia el del resto de personas a su alrededor. Y le hablo de cómo, por muy dura que fuera, agradecí y volví a agradecer la conversación que tuvimos en la que me confesó, con el corazón en la mano, que vivía queriendo morirse. Se trató de la primera conversación de tú a tú, de honestidad, de sinceridad, desde sus sentimientos. En ese momento me pregunté también hasta qué punto era cosa mía y hasta qué punto es algo que va más allá de mi percepción y forma de vivir, el sentir como un peso mental, el querer comunicarse como si nada, el obviar lo difícilmente nombrable, lo profundo de las emociones y relaciones como un peso más fuerte que el momentáneo confrontamiento desde la honestidad y vulnerabilidad.
Parecería que, a medida que se avanza en la vejez, llega un punto en el cual ya está perdido todo. Cada unx es abandonado a la deriva con o en su propio cuerpo. Ya unx cuida como puede, por amor, por cariño, por sentimiento de deber u obligación o por una historia de muchos años. Pero lo hace sintiéndose solx. Como si los cuidados sucedieran como el mito de Sísifo, que sube una piedra eternamente por una montaña, día tras día y, aunque sea de manera feliz (como en el de Camus), la sigue cargando solx. Como si en la montaña no hubiera nada. Como si fuera solo una línea inclinada hacia arriba. Como si no hubiera otras personas que la suben, que pueden acompañarnos, o plantas o árboles o pájaros que mirar. Pero es que sí que los hay, y somos muchos más de lo que pensamos.
Si bien su actitud hacia la vida no ayudaba en el intento de hacer del ambiente en la casa un espacio habitable, parte del problema era la actitud de lxs que hacíamos de cuidadores: como nos cuenta Ale o Jandra (2023), columnista de esta revista, en su texto Mientras haya vida, habrá enfermedad, hay una gran carga "no porque estas palabras, [enferma, paciente, discapacitada] no fueran adecuadas para describir mi situación, sino por la manera que tienen quienes no las habitan de aproximarse a ellas." Mis abuelos están mayores, están enfermos, están deprimidos. Pero son más que eso (aunque a veces se nos olvide a nosotrxs y a ellxs mismxs). Quiero pensar que la alegría que se ve en sus ojos cuando vamos a visitarles, y en las ocasionales palabras de afecto que comparten, es prueba de ello. Y que estos pequeños intentos de resignificar la relación, de integrar los cambios, tanto suyos como míos, como de sus otrxs nietxs, valen la pena. De que nunca es tarde (si la dicha es buena) de hablar del elefante en la sala, de que no hay nada que perder. Aceptar las transformaciones e integrarlas en la relación mutua es, también, un acto de amor.
Mi abuelo estaba atrapado en ese tiempo pasado y yo en el rol de la niña que ignora la tristeza del ambiente y la pobreza de sus relaciones, cuyo único papel es el de alegrarle la vida por unos escasos momentos. Con esto vuelvo a remitir a la importancia de la palabra y la voluntad de creer. Como reivindica Duval: "la familia (y la pareja) pueden ser espacios de liberación y de resistencia en mundos en los que los vínculos se deshacen" (2023, p. 149). Mi palabra, dicha en entorno familiar, hizo que, al día siguiente, después de mirarnos a los ojos durante unos segundos, mi abuelo se levantara lentamente y preparara su maleta con tubo de aire para salir a caminar esos largos en el jardín que habían quedado olvidados en un pasado lejano. Aunque fuera por un pequeño instante, él quiso creer o en mí o en él mismo, o en los dos. Y eso fue para mí como para dar saltos de felicidad.
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Referencias
-— Duval, E. (2023). Melancolía. Metamorfosis de una ilusión política. Planeta. pp. 106-149.
— Ale o Jandra, (2023). Mientras haya vida, habrá enfermedad. Krakatoa.
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