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De lo sagrado y lo profano

Cassandra Arellano González

“I'd be grateful my children aren't here to see this. If you'd ever seen fit to give me children” -The Mountain Goats

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¿Cómo sigues rezando cuando ya escuchaste a la divinidad misma? ¿En qué momento lo sagrado se convierte en cotidiano? ¿Cómo Dios, siendo el receptor de toda tu devoción, puede perder el control que alguna vez tuvo sobre ti?

Todavía recuerdo con claridad el día en el que dejé de creer en ese Dios en el que había estado creyendo trece años de mi vida: estaba en la iglesia y, mientras el resto rezaba el padre nuestro, yo pensaba que no había explicación alguna que me hiciera entender por qué si Dios existía yo estaba triste, por qué si Dios existía esa mañana me pude encontrar con un pájaro muerto en la banqueta. Y es que no tenía sentido seguir creyendo en un Dios que pudiera decepcionarme de esa y otras tantas maneras; si hay un Dios que todo lo ve y que nos ama, mi vida debía de ser perfecta y estaba claro que no lo era.

Gracias a Dios, maduré.

No regresé a mi fe católica, pero sí empecé a aceptar que la tristeza es parte de la vida y que si los pájaros no murieran no podríamos ver el azul del cielo. Acepté que la perfección podía llegar a decirse de muchas maneras, que sin importar la sangre ya derramada el camino seguía. Así pude vivir algún tiempo, sin ningún Dios con quien enojarme, sin resentimiento ni rencor .

Más tarde entré a la carrera y me topé con un libro que cambió las cosas: La ética demostrada según el orden geométrico de Baruch Spinoza. El famoso pulidor de lentes hablaba de un Dios distinto al que alguna vez había llamado mío. El Dios de Spinoza se expresaba a través de las cosas, todas las cosas. En el monismo de Spinoza tuve un reencuentro con mi fe, pude volver a encontrarme con lo divino de lo cotidiano y a aceptar lo cotidiano de lo divino. No estaba segura de que Spinoza y yo estuviéramos de acuerdo en lo que era Dios, pero la versión de lo divino que me ayudó a construir se convirtió en una de mis bases, parte de mi red de apoyo.

Sin embargo, había una espina dentro de mi, un dolor que estaba decidido a persistir, seguía habiendo en mí un vacío. Creía en un Dios que permea todo el universo y aún así no estaba del todo satisfecha. Me di cuenta que de nada me servía Dios si no me podía enojar con ella; mi cosmos afectivo necesitaba de un Dios falible, un Dios que no le diera pena llorar, un Dios que me pudiera lastimar. Lo busqué durante mucho tiempo y contra todo pronóstico lo encontré.

Hay un Dios que vive dentro de mi piel, que se mueve por mis venas y que se alimenta de mis neuronas. Este Dios no me habita como habita el todo la sustancia de Spinoza. Se trata de un Dios personal, un Dios que solo vive en mi. Estamos hablando de un ser que siente, que se deja lastimar, que se asusta cuando sus creyentes sangran, cuando dejan de hablar. Este Dios fue el que me enseñó a amar, el que me adiestró en el camino de la amistad.

De mis uñas y de mi pelo nació Dios y por fin pude maldecir un nombre bendito. El Dios que en mi cuerpo habitaba era un ser que respiraba los insoportables vapores de mi desilusión, que tomaba de su tan adornada copa los frutos de mi arrepentimiento. El rezar volvió a ser soportable cuando se trataba de desahogarse; la confesión no se construía sobre la culpa, sino que se alzaba sobre los cimientos de mi tan merecida resignación.

Esta nueva fe hizo de mí alguien más egoísta, una narcisista despreocupada por el vacío y lo carente. Pero como el Dios que dentro de mí vivía no era nada más que un reflejo de mi realidad, su narcisismo terminó por aplastarme.

Entonces regresé a la iglesia e hincada frente a la cruz le pregunté a ese Dios olvidado como había lidiado con mi decepción. Él no contestó y me recordó que mi desilusión nunca llegó al reino de los cielos, que lo divino siempre está ocupado, que solo le llegan las plegarias de lxs que lo necesitan. Entendí su silencio y dejé ir, solté con amor.

Hoy decido habitar dentro de una divinidad diminuta; Rezar significa despertar; Mis ofrendas son futuros posibles y pasados vividos. Sé lo que significa adorar porque me han roto el corazón; sé lo que es la fe porque decido volverme a enamorar. Dios me termina por decepcionar todos los días, pero todos los días decido perdonarla. Lo sagrado permea a todo lo profano, la totalidad es sinónimo de lo singular. Dios y yo estamos a mano.


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Gerard, M., & King, T. (2019). Mister Miracle [Imagen]. DC Comics.

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