Simha Harari
Mi primer noviazgo me dejó dos cosas: el aprendizaje de no tomar menos de lo que merezco y una taza rota. De lo primero no tengo mucho que decir; lo segundo es una historia que amerita contarse sólo por lo absurda que es. Durante nuestra relación, el único regalo que recibí de su parte fue una taza. No tenía mucho de especial, era uno de esos objetos que la mirada podía detectar sin mucho esfuerzo ni entusiasmo en una tienda común de souvenirs. Un detalle amable, pero poco relevante.
Solo se quedó en mi memoria por lo que dije más tarde, mientras evaluaba el momento en compañía de mis mejores amigas: «qué regalo tan considerado», pensé en voz alta, «si me corta, tendré algo que romper». Como nuestra relación parecía estar en buen camino en ese entonces, mi comentario fue recibido con un coro de reproches por siquiera concebir su final. Yo no interpreto lo que dije como expresión de una conciencia de que algo estaba mal en el fondo; por supuesto que no tenía idea de lo que sucedería pocos meses después.
Sin embargo, varias preguntas interesantes surgieron de este momento aparentemente banal: ¿De dónde viene esa necesidad de clausura o de “tener algo que romper” cuando terminan las relaciones? ¿Por qué la conciencia del fin de algo puede resultar incómoda, o incluso aterradora? ¿Hay alguna alternativa para reconciliar el impulso de permanencia y lo inevitable de los finales en la experiencia del amor?
Después de ese primer encuentro con el amor y el desamor, mis siguientes relaciones estuvieron marcadas por un incapacitante miedo a la pérdida. Y con ello venía la paradoja de toda anticipación del final de algo: no poder apreciar su existencia en el presente. La ausencia futura —el posible "ya no" que tanto despreciaba— hacía que el momento presente se opacara. Incluso interpretaba pequeños detalles como señales de que ese "ya no" estaba más cerca de lo que creía. Tomaba todo como un indicio de la siguiente taza rota.
No puedo decir que he superado mi intolerancia a la incertidumbre. Al final del día, creo que es una cuestión cultural más que individual. Nuestra afección por la presencia es tal que hemos creado todo un sistema de categorías que nos ha hecho imposible inteligir la ausencia. Es una herencia de siglos de pensamiento occidental, donde privilegiamos la vida por encima de la muerte; la razón por encima de la emoción. Preferimos entender la realidad a través de certezas y fundamentos, al tiempo que rechazamos lo difuso, lo impermanente y lo que no tiene límites claros (Derrida, 1989).
Quizá por eso existe la necesidad de fijar el amor mediante estructuras como el matrimonio, aún en este momento histórico donde ya no cumple sus funciones originales: porque tal vez somos simplemente incapaces de valorar aquello que no es certero. Necesitamos la ilusión de seguridad para convencernos de que algo es valioso. Pero el amor es una experiencia constante de lo inacabado, de lo efímero. Amar significa convivir todo el tiempo con la ausencia: los encuentros y las despedidas, los tiempos entre mensajes y respuestas, la brecha entre las expectativas y la realidad. En el amor siempre es demasiado tarde y demasiado pronto.
¿Cómo nos reconciliamos con estas contradicciones? ¿Hay un punto a medio camino entre aferrarnos a la presencia y rendirnos ante lo inevitable de la ausencia? Pienso que la respuesta está en cuestionar esa dicotomía, y un concepto que le da a ese clavo es la hauntología (en inglés hauntology), que viene de un juego de palabras entre el asedio (haunting) y la ontología (ontology).
Hay que aclarar que la hauntología, propuesta por Derrida, nada tiene que ver con lo sobrenatural. Es más bien un concepto filosófico que toma la metáfora del asedio para denotar un tipo de relación con lo ausente. Señala un vínculo con lo que ya no es más, o con lo que todavía no es. Mejor aún, se sitúa en los espacios liminales entre la presencia y la ausencia (Fisher, 2018).
Al elaborar la hauntología, Derrida se apoya sobre la noción de lo fantasmal, de nuevo, sin hablar de entes sobrenaturales. Los fantasmas le interesan porque se hacen presentes solo mediante la ausencia: existen en ese espacio liminal entre la presencia y la ausencia. En Los fantasmas de mi vida, Mark Fisher lo pone en estos términos: “la hauntología es la agencia de lo virtual, entendiendo al espectro [o fantasma] no como algo sobrenatural, sino como aquello que actúa sin existir (físicamente)” (2018, p.44).
Hay cosas que pueden producir efectos incluso desde la ausencia, lo cual les vuelve a dar presencia de algún modo. A la vez, todo aquello que está presente necesita de la ausencia para tener sentido. Lo que la hauntología viene a enseñarnos, de esta manera, es que “nada goza de una existencia puramente positiva. Todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias, que lo preceden, lo rodean y le permiten poseer consistencia e inteligibilidad” (Fisher, 2018, p. 44).
Estamos conviviendo todo el tiempo con fantasmas; con las millones de temporalidades que nos atraviesan; con las posibilidades llevadas a cabo y las que se quedaron en papel; lo dicho y lo no dicho; los planes cancelados que “pudieron ser”; lo que estás anticipando para el próximo fin de semana. El momento presente está compuesto por millones de ausencias, tanto pasadas como venideras. Toda taza tiene quebraduras fantasmales, sin las cuales quizá no podría existir.
Derrida afirma que “asediar no quiere decir estar presente, y es preciso introducir el asedio en la construcción misma de un concepto. De todo concepto, empezando por los conceptos de ser y de tiempo” (2012, p.180). ¿Cómo podríamos introducir el asedio en la construcción misma del concepto del amor? Pienso que la respuesta es natural: el amor es una experiencia cotidiana de lo fantasmal. Nos hace darnos cuenta de nuestras carencias, nuestras vulnerabilidades, y nos hace emborronar los límites impuestos sobre el mundo, que a primera vista solían ser muy nítidos. Por supuesto que es inquietante e incómodo, pero también por eso es apasionante.
En el amor una se topa con lo ominoso: “aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (Freud, 1976, p.220). Cuando amas, la extrañeza y la familiaridad pierden sus contornos. Te pones en contacto con la paradoja, la angustia y la nostalgia. Pero eso también es una huella de la comodidad, la alegría y la cercanía.
A fin de cuentas, tiene que ver con cómo nos reconciliamos con la finitud de lo que nos rodea. No queremos que las cosas terminen, pero a la vez no toleramos los remanentes que dejan cuando lo hacen. Por eso rompemos cosas o nos cortamos el cabello después de atravesar rupturas. Ahí entra de nuevo nuestra afección por la presencia; el formato de pensamiento que siempre busca la coherencia, la claridad, las fronteras perfectamente marcadas, los “cierres”.
No sé si mis lectorxs esperaban un final feliz, pero al menos tendrán uno agridulce. Mi propuesta es abrazar lo fantasmal. No nos quedemos ni con el miedo a la pérdida, ni con el mandato de “vivir el momento presente”. Ambos reflejan relaciones cerradas con los millones de cabos sueltos que existen en nuestra experiencia del mundo. Y, si no se había entendido antes, eso para nada es algo negativo. Es simplemente parte de la complejidad (que podría traducirse en riqueza) de vivir como seres humanos sobre la tierra; mortales, finitos y pequeños.
Nuestro pensamiento racional está entrenado a aferrarse desesperadamente a la presencia, a la continuidad, a lo fijo. Pienso que es posible llevarlo hacia otro lado y empezar a movernos hacia espacios donde quepan las fusiones entre la presencia y la ausencia, la vida y la muerte, lo real y lo irreal. Aprendamos a convivir con fantasmas, porque lo más probable es que no se vayan a ningún lado, por más que tratemos de exorcizarlos.
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Bibliografía:
Derrida, J. (1989). La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas. En La escritura y la diferencia (pp. 383-401). Anthropos.
Derrida, J. (2012). Espectros de Marx: El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Trotta.
Fisher, M. (2018). Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Caja Negra.
Freud, S. (1976). Lo ominoso (Das Unheimliche). En Obras Completas (Vol. 17, pp. 219-251). Amorrortu.
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